El hombre en la cola by Josephine Tey

El hombre en la cola by Josephine Tey

autor:Josephine Tey [Tey, Josephine]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1929-03-15T00:00:00+00:00


CAPÍTULO 10

VIAJE RELÁMPAGO AL NORTE

—Simpson —dijo Grant—, ¿de qué iba disfrazado ayer mientras recababa información sobre los Ratcliffe?

—De exmilitar, señor. Vendiendo libretas.

—Ah, bien. Puede hacerlo hoy otra vez. Respetable, limpio, con el cuello de la camisa bien colocado, sin bufanda y desempleado. Necesito información sobre la señora Everett que vive en el 98 de Brightling Crescent, cerca de Fulham Road. No quiero que vaya interrogando a sus vecinos de puerta en puerta. Ella es muy celosa de su intimidad, así que ha de ser muy cauteloso. Al parecer es asidua a la iglesia. Pruebe suerte ahí. Creo que le resultará útil. Exceptuando cualquier clase de club, no se me ocurre otra comunidad más dada al chismorreo. Lo que más me interesa es saber dónde viven sus amigos y parientes. Olvídese de su correspondencia. De eso puedo encargarme yo. Y en cualquier caso tengo la sensación de que no es probable que nos sirva de mucho. La señora Everett no nació ayer. Métaselo en la cabeza y recuérdelo en todo momento. No tenga prisa, lo más importante es la discreción. Si ella le descubre tendrá que sustituirle otro agente y una prometedora línea de investigación se habrá echado a perder. En cuanto averigüe algo póngase en contacto conmigo, pero no se marche de allí sin antes haberme llamado por teléfono.

Y así fue cómo el señor Caldicott, el sacerdote de la Iglesia Congregacional de Brightlingside, que empujaba sudoroso su segadora recortando la hierba de su césped delantero bajo un sol de marzo demasiado pródigo para su gusto, se percató de que un desconocido observaba su trabajo con una mezcla de simpatía y envidia. Al darse cuenta de que lo habían visto, el desconocido hizo amago de tocarse la gorra en evidente señal de respeto hacia el hábito y dijo:

—Es una ardua tarea para un día como hoy, señor. ¿Me permite echarle una mano?

El clérigo era un hombre joven y no desdeñaba cualquier oportunidad para demostrar que el trabajo físico no le suponía ningún inconveniente.

—¿Cree que no soy capaz de hacer esta clase de trabajo? —preguntó, esbozando una afable y fraternal sonrisa.

—¡Oh! No, señor. Nada más lejos. Tan solo es que estaría encantado de hacerlo en su lugar por unos peniques.

—Ah, entiendo —dijo el señor Caldicott, agudizando su instinto profesional—. ¿Busca trabajo?

—Eso es —respondió el hombre.

—¿Está usted casado?

—No, señor.

Simpson estuvo a punto de expresar en voz alta un piadoso agradecimiento, pero se contuvo a tiempo.

—¿Qué clase de trabajo busca?

—Cualquiera.

—Sí, pero ¿a qué se dedica?

—Sé hacer zapatos, señor —dijo Simpson, pensando que le vendría bien ser sincero, ya que hasta el momento le había resultado útil.

—Bueno, quizá sería más práctico que se ocupara usted del césped mientras yo atiendo otros deberes. Entre a la una y comeremos juntos.

Pero eso no era todo lo que Simpson necesitaba. Su objetivo era la cocina, no charlar con el párroco en el comedor. Fingiendo confusión, con la maestría de un actor, se dio media vuelta con aire titubeante, soltando el cortacésped que acababa de coger con entusiasmo, y dijo tartamudeando:

—Si no le importa, señor, preferiría picar algo en la cocina.



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